martes, 10 de agosto de 2010

El arte de la Resurreción- Hernán Rivera Letelier


Ganador del premio Alfaguara de novela 2010, esta novela se las trae con todas, es amena, divertida, sarcástica, humana y hasta tierna. Escritor comparado como el Gabriel García Marques y Mario Vargas Llosa chileno, nos lleva por un mundo desolado y fantástico.

Les dejo un extracto de una de las mejores partes, el antes y después de esta escena invita a comprar el libro.

Al quedar solo con la meretriz, el Cristo de Elqui, un tanto confuso, le manifestó que el aguardiente le alborotaba el chivo de una manera salvaje, mucho más que el vino. La verdad, hermana Magalena, le dijo ya de manera franca, más que alborotárselo, el agua ardiente se lo enardecía se lo encrespaba, se lo sublevaba.

-Qué le parece que hoy me deje probar su cama, hermanita, por el amor de Dios- se desfogó el Cristo de Elqui con lengua traposa.

Magalena Mercado guardó silencio.

Luego como toda hembra que sabe sacarle partido a las urgencias del macho, le dijo que le iba a pedir algo a cambio de hacérselo "de todo corazón y sin remilgos", como le había oído decir en algún momento.

Lo que la hermana quisiera bufó él.

Ella le pidió que primero le enseñara ea oración tan hermosa que le oyó decir en su casa, allá en La Piojo, el día que se quedó a dormir en la banca. ¿Se acordaba maestro?

Se lo pedía como un favor especial.

En ese momento para acostarse con ella, el predicador hubiese sido capaz de enseñarle a enumerar las catorce generaciones bíblicas, una a una, desde Abraham hasta Jesús de Nazaret, sin saltarse ninguna. !Y en hebreo si ella así lo exigía!

Sentados aún en sendas piedras, a ella le bastó oír tres veces la oración para aprendérsela de memoria. Después, con el regodeo de una niñita dando su primera lección escolar, la repitió en voz alta, sin equivocarse ni una sola vez.

Entonces se incorporó para cumplir su promesa. El alcohol parecía no haberla afectado en lo absoluto. En un escorzo de danza cubrió el rostro de la virgen con el terciopelo azul y bajó la llama de la lámpara de carburo. Luego comenzó a desnudarse. En ese momento, transfigurada por la luz de la luna, al cristo de Elqui le pareció de una belleza irreal, casi como espejismo nocturno.

Magalena Mercado se desvistió con un ritmo y una lentitud estudiada, sabia, martirizante; lo hizo sin dejar de repetir en susurros la oración recién aprendida:

- Santo Dios, Santo inmortal, Santo fuerte, Santo protector líbranos de todo mal...- terminó de quitarse el vestido de tafetán violeta-.. Verbo divino, Verbo eterno, Verbo salvador, líbranos, Jesús mío, de todo dolor...- se quitó la enagua de seda-... Si no puedo amar, que no odie...- se quitó el sostén-... si no puedo hacer, que no haga mal...- se quitó los calzones flamígeros-...que en tu gracia santificante, Señor nuestro, nos guíes con tu luz...-los dejó izados como bandera de lujuria en una perilla de su catre de bronce...Que así sea por siempre, Amén...- y tocó la campana. La tocó como si se tratara de uno más de sus feligreses.

Él comenzó a remangarse la túnica.
Ella le ordenó desvestirse completamente. Titubeando como un jovencito primerizo, él...

que se quitara también la camiseta y esos calzoncillos negros que eran capaces de matar la pasión más desmedida, le exigió ella. Se los quitó. El predicador estaba conturbado.

Nunca se había visto desnudo ala intemperie. Después ella procedió a hacerle la ablución correspondiente con el agua tibia que sobró en la tetera- ablución que no por estar en plena pampa rasa y con escasez de agua, había dejado de llevar a cabo con cada uno de sus feligreses-, y solo entonces lo autorizó a subir a su cama.

El cristo de Elqui se encaramó en el catre de bronce dando las infinitas gracias al Altísimo, pues hacía tiempo, ya no sabia cuanto, Diosito Santo, que no fornicaba con una mujer así de joven, así de bella, así de sabia para las cosas carnales, desnudo como Dios manda y en una cama con sábanas arriba y abajo. La mayoría de sus fornicaciones eran más bien trámites de emergencia llevados a efecto a orilla de un camino rural, debajo de un puente o entre las rocas de alguna playa solitaria; y siempre con la ropa puesta, sólo arremangándose la túnica y arreándose los calzoncillos negros; y las mujeres, en su mayoría, no eran sino torpes empleaditas domésticas que olían a fregadero, o acólitas con cara de rana, carnes fofas y un olor a cirio derretido saliéndose por cada poro del cuerpo (aunque él no olía precisamente a nardos, el hedor de su cuerpo de profeta caminante era para éstas acólitas el verdadero "olor a santidad" de un elegido de Dios). Hacía tiempo, Padre Santo, que sus oídos no oían el crujir concupiscente de un somier de alambre, que sus narices no olían un perfume tan olorosito, una fragancia tan pecaminosa, demasiado tiempo que sus manos no acariciaban una piel tan suave como la de esta mujer que gemía, que chillaba, que aullaba como una posesa entre sus brazos, que se le enroscaba a sus huesos fosforescentes como una culebrita de campo, que lo arañaba, lo mordía, lo besaba, lo chupaba hasta el delirio, haciéndole sentir tal fuego entre sus entrañas , que él no sabía si se estaba quemando vivo a las puertas del infierno o estaba alcanzando las entretelas de la más alta gloria de Dios; gloria que lo hacía entender de golpe esas largas filas de feligreses aguardando como gatos flacos a la puerta de la pulpería por los favores de esa pura santa, o de esta santa puta, porque eso era esta hembra del carajo, si, Dios bendito, eso era ella: la más santa de las putas o la más puta de las santas; santa puta o puta santa que en esos precisos instantes, en menos de siete minutos, como un vértigo mortal, como un remolino de brasas removiéndole las entrañas, lo haría bufar de placer, desfallecer de placer, morir de placer, sí, Padre mío, Rey mío, Luz Divina del Mundo, apiádate de tu siervo en esta bendita y dulce hora de su muerte, amén.